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El zorro de arriba y el zorro de abajo y la excelencia artística de José María Arguedas (página 2)




Enviado por Boris Carrillo



Partes: 1, 2

Con toda razón Arguedas replicaba a quienes pensaban
que carecía de conciencia
creadora: “¡Cómo diablos pueden suponer los
doctores en crítica
que un novelista escriba sin tener conciencia de los medios que
emplea para interpretarse!” (Carta a Jorge
Puccinelli, Lima 11 de setiembre de 1955).

En esta ocasión, es nuestro interés
rendir justicia a la
densidad
creadora de Arguedas colaborando a pulverizar la imagen inadecuada
de escritor de escasa o limitada cultura
libresca sin interés por lo más innovador de la
“nueva narrativa” mundial, ayudando a percibir y
difundir que su obra pertenece (como una de las más
originales y arraigadas en nuestras raíces culturales) al
ámbito de la “nueva narrativa”
hispanoamericana en una de sus vertientes más
emblemáticas conocida como el Realismo
Maravilloso (a partir de lo que Alejo
Carpentier definió como “lo real
maravilloso” en el prólogo de 1949 a su novela El
reino de este mundo
).

Al respecto, aclaremos que la variante del Realismo
Maravilloso en el área andina recibe el nombre de
Neoindigenismo. Esta tendencia, hace suya la visión
real-maravillosa (el Indigenismo, en cambio,
inscrito dentro del Regionalismo hispanoamericano de 1910-1940,
como la variante andina de esa narrativa de ambientación
rural —llamada la “novela de la
tierra”—, estética realista —con modelos en la
narrativa francesa y rusa del siglo XIX— y recursos
narrativos decimonónicos o “tradicionales”,
asume la óptica
“occidental”, preocupado por solucionar la
cuestión social, económica y política, pero
estimando que la mentalidad mágico-mítica y la
cultura andina deben ser cambiadas por la mentalidad
“moderna” y la cultura “occidental”) y la
reivindica como vigente y valiosa, por eso, pasa a primer plano
la interioridad del hombre andino,
así como la cuestiones antropológicas y
folklóricas; ya no predomina la problemática
económica y política, y la discusión
ideológica sobre el futuro del indio dentro de la sociedad
peruana, aunque ello no deja de tener importancia en la obra de
Arguedas.

Si bien Arguedas inició la creación de sus
universos narrativos inserto en la estética del
Indigenismo (su propia experiencia vital lo condujo a conocer
primero haciendas, caseríos y comunidades indígenas
y posteriormente ciudades en un proceso cada
vez más amplio, complejo y totalizador, conforme han
analizado Antonio Cornejo Polar, Tomás G. Escajadillo,
Roland Forgues y Alberto Flores Galindo), se apartó pronto
de los estereotipos indianista y, poco después, del
indigenismo ortodoxo, para alcanzar su pleno desarrollo
artístico dentro del Neoindigenismo y, por ende, en el
Realismo Maravilloso de la “nueva narrativa”
hispanoamericana.

José María Arguedas pertenece a la “nueva
narrativa” (es uno de sus exponentes más destacados,
al lado de Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias,
Juan Rulfo y
Gabriel García
Márquez) porque sus recursos expresivos se nutren del
nuevo lenguaje
narrativo surgido en Europa y Estados Unidos a
fines del siglo XIX y en las primeras décadas del XX:
diversos puntos de vista (en tercera y en otras personas
gramaticales, distintos narradores), saltos en el tiempo,
técnicas como el monólogo interior,
el collage, etc. Lo más significativo es que, en
comunión honda con las raíces prehispánicas
(Asturias asume el pasado maya; Rulfo, el azteca; García
Márquez, el chibcha; y Arguedas, el prehispánico) y
las afroamericanas (Carpentier), los autores del Realismo
Maravilloso reelaboran el lenguaje de
la nueva narrativa europea y norteamericana impregnado de la
visión y valores de la
“cultura occidental”, y lo reescriben desde la
visión y valores indígenas y afroamericanos. El
caso de Arguedas ilustra magníficamente ese proceso de
apropiación y transformación que ha sido el punto
de partida de las principales reflexiones sobre el tema en las
letras de América
Latina: las reflexiones de Rama sobre la “transculturación narrativa”, las de
Cornejo Polar acerca de la “heterogeneidad cultural”
y las de Lienhard caracterizando lo que él
conceptúa “literatura escrita
alternativa”.

Sirva de magnífica prueba, la desconcertante textura de
El zorro de arriba y el zorro de abajo o Los
Zorros
(así gustaba llamar nuestro autor a este
texto que
empezó llamándose Harina mundo, luego
Pez grande y finalmente El zorro de arriba y el
zorro de abajo
) entre la ficción novelesca, el diario
íntimo y el ensayo,
cruzando niveles textuales y técnicas muy complejas, en un
provocador diálogo
con el denominado “boom” de la nueva narrativa
hispanoamericana.

3. Los Zorros
y la nueva narrativa

Hasta ahora el último libro de
Arguedas es menospreciado, omitido y “ninguneado”
(expresión de Arguedas en el “Tercer diario”
de El zorro de arriba y el zorro de abajo) por la
crítica, cuando no condenado por sus “defectos
artísticos”, o reducido a un valioso documento
biográfico y psicológico. Resulta
sintomático, al respecto, que lecturas interpretativas
realizadas por Mario Vargas
Llosa y José Miguel Oviedo (en el caso de la primera a
pesar de representar un saludable llamado para leer a Arguedas
como lo que es: un creador literario), terminen realizando una
valoración ideológica hostil a lo que Vargas Llosa
considera en la base de cada una de las ficciones arguedianas:
una ideología “pasadista” y
“reaccionaria”, en tanto contraria al inevitable
proceso de urbanización e industrialización,
propensa a idealizar la cultura andina para defender una postura
colectivista, mágico-mítica,
“irracionalista”, antimoderna y antiliberal.
Ideología que Vargas Llosa denomina Utopía Arcaica
y que, según Oviedo, termina originando, en el caso de
El zorro de arriba y el zorro de abajo, un relato que
nuestro autor “deja en el estado de
imperfección que precisamente quería superar”
y cuyo “verdadero interés es ser una obra escrita al
borde del abismo”. Notamos que predomina en estas dos
lecturas un reproche ideológico: la falta de
modernidad
de los postulados arguedianos —objeción que carece
de pertinencia en una valoración estética—,
pero además en ambas, también es artístico:
un arte imperfecto,
inarmónico, que no profundizó su exploración
estética.

Dos observaciones fundamentales: por un lado, consideramos
camino equivocado el de distinguir, por motivos
ideológicos y éticos, entre la literatura profunda
e intrascendente (consideremos el desatino del escritor Ernesto
Sábato al motejar de “lúdico” y
“gratuito”, despectivamente, a Jorge Luis
Borges, oponiéndolo al “hondo” León
Tolstoi o al “problemático” Franz Kafka);
por otro, creemos que la primera virtud de una obra literaria,
previa a la valoración de cualquier otro mérito, es
su plenitud verbal. Añádase a ello la inherente
ambigüedad de la literatura, la conveniencia de que no sea
ortodoxa ni definida ideológicamente, sino
plurisignificativa en sus connotaciones, con una grandeza
simbólica y no sólo verbal.

La destreza artística de Arguedas ha sido dilucidada
por Roland Forgues, Julio Ortega y Ricardo González Vigil
en lo concerniente a las grandes líneas del proyecto creador
con especial interés concedido por Martín Lienhard
y Eve Marie-Fell, en lo relativo a El zorro de arriba y el
zorro de abajo
. Líneas vinculadas estrechamente al
esclarecimiento personal y
el
conocimiento de este país “impaciente por
realizarse” (según expresión de Arguedas) que
es el Perú.

Muchos críticos, como Rowe y Rama, han acertado al
enfocar que Arguedas era un artista de gran conciencia creadora.
Con perspicacia, Rowe hace notar que las declaraciones de nuestro
escritor que lo pintan reacio a reflexionar sobre las
técnicas narrativas corresponden a los años 60:
adoptó una “actitud
defensiva” frente al “boom” y la “nueva
novela”, debido a su “deficiente acceso” a un
conocimiento
sistemático de las técnicas en “sus
años formativos” y, en especial, al hecho innegable
de que su principal problema expresivo lo padecía
“en términos del lenguaje”.

El resultado artístico de su pugna con el lenguaje,
juzgado estéticamente y no sólo culturalmente
—como signo social y antropológico— fue
espléndido. A pesar de tratarse de una empresa
descomunal de aprovechamiento literario de su condición
bilingüe, según Rama “la más
difícil que ha intentado novelista en
América”. Esa proeza verbal ya ha sido destacada por
diversos estudiosos, sobre todo por Alberto Escobar, quien trae a
colación el rol de Dante Alighieri en la gestación
de la lengua
nacional (en su caso, el italiano), para evaluar el aporte del
español
quechuizado” en aras de una lengua nacional acorde a la
realidad del Perú. Cabría insistir también
en cómo la inserción de elementos del quechua
enriquece el potencial expresivo (y su efecto estético en
un texto literario) del español: si Garcilaso de la Vega
enriqueció el español (y la literatura
hispánica) con recursos del italiano, y Rubén
Darío, con el francés, Arguedas consigue otro
tanto, con el quechua, siendo su labor más complicada, por
tratarse de un idioma muy diverso, ajeno a las lenguas
indoeuropeas, aunque ayudado por la base social de un
bilingüismo existente en el Ande, con mucho de
español quechuizado, conforme se nota desde los
días de don Felipe Guaman Poma de Ayala, siglos
XVI-XVII.

Como bien ha sabido destacar Rowe, antes de la
composición de El zorro de arriba y el zorro de
abajo
, la principal preocupación expresiva de
Arguedas se manifestaba “en términos del lenguaje,
mientras que los problemas de
la construcción narrativa y la
presentación ocupaban un papel secundario”. Pero,
aunque Arguedas le concedía “un papel
secundario” a las técnicas literarias, no las
descuidó en sus narraciones, empleándolas con gran
vigor y originalidad expresiva, labrando texturas de la
perfección de Los ríos profundos y
“La agonía de Rasu-Ñiti” (dos obras que
resisten la más exigente comparación con lo
más admirable de la “nueva narrativa”
hispanoamericana).

Sin abandonar este interés sustantivo por el idioma,
por la experimentación lingüística, a tal punto que Edmundo
Gómez Mango ha afirmado que El zorro de arriba y el
zorro de abajo
bien podría exhibir el título
de Todas las lenguas, el principal problema expresivo en
la obra póstuma es otro, precisamente lo que Rowe denomina
“problemas de la construcción narrativa y la
presentación”. Mucha atención: la exploración
idiomática sigue estando al centro de la escritura
arguediana, pero ya no es vivida como “problema”, en
cambio, el conocimiento y la adecuada utilización de los
recursos de la “nueva narrativa”, percibidos como
idóneos para retratar la vida urbana (lo que intenta en
Los Zorros), se le presentan como
“problema”, una cuestión de técnica
literaria que va a estar, por primera vez, al centro (unida al
sondeo idiomático) de su escritura, planteada
explícitamente en los “Diarios” de la novela.

Arguedas como los escritores del Realismo Maravilloso, una de
las corrientes literarias más representativas e
importantes de la nueva narrativa hispanoamericana, enriquecen el
cuento y la
novela (ésta claramente de origen europeo, porque no
existía la novela en la América precolombina) con
recursos expresivos de la tradición oral (Arguedas llega a
insertar canciones dentro de su novelas, lo cual
nos recuerda que hasta la época de Miguel de Cervantes
Saavedra, cuando todavía era importante la
tradición oral en el Viejo Mundo, las novelas europeas
contenían poemas en su
interior: las novelas pastoriles y el mismísimo El
ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha
, por ejemplo), esquemas míticos (el manuscrito
quechua de Huarochirí apuntala el diseño
de El zorro de arriba y el zorro de abajo) y rasgos
épicos y heroicos abandonados por la novela europea, ya
que esta fue pasando de las gestas (acciones que
el protagonista actúa en soledad, sin conexión con
los sucesos colectivos), del héroe (sujeto ejemplar:
paradigma de
los atributos y virtudes que una cultura juzga deseables) al
antihéroe o el sujeto problemático, sin valores
firmes y claros, en crisis,
empeñado en búsquedas que terminan infructuosas o
con solucione que no se yerguen como modelos para la colectividad
a la que pertenece el novelista. En las narraciones de Arguedas,
la dimensión colectiva de la acción
(con nítidos perfiles de gesta) canaliza y da sentido a la
conducta de los
personajes principales, así como adquieren contornos
heroicos los personajes metamorfoseados en zorros y danzantes de
tijeras en El zorro de arriba y el zorro de abajo.

4. La
estrategia
discursiva: Composición, escritura y estilo

Martín Lienhard ha ubicado a El zorro de arriba y
el zorro de abajo
como una etapa ulterior del Indigenismo en
tanto invierte los términos de la narrativa indigenista:
antes, los recursos literarios (de origen occidental) eran
utilizados para abordar el mundo andino, asimilando con mayor o
menor fortuna (“desde fuera” o “desde
adentro”) la cosmovisión andina. En Los
Zorros
, en cambio, los recursos de la cultura popular andina
transfiguran la escritura novelesca occidental, en el afán
de proporcionarnos una visión andina de la urbe
costeña.

Arguedas enfoca en El zorro de arriba y el zorro de
abajo
el referente costeño a partir de dos zorros
mitológicos cuyo diálogo aparece en un texto oral
pre-colombino; tomado del tomo de leyendas y
mitos
recopilados a fines del siglo XVI por el fraile Francisco de
Ávila, que él mismo tradujo del quechua al
español bajo el título de Dioses y hombres de
Huarochirí
. El narrador no intenta, sin embargo,
rescribir ese texto sobreponiendo a personajes antiguos ciertos
atributos de los hombres modernos (esto parece ocurrir en
Hombres de maíz de Miguel Ángel Asturias
con el Popol Vuh). Los zorros salidos, como lo ha
puntualizado Martín Lienhard, del manuscrito 3169 de la
Biblioteca
Nacional de Madrid
recuperan su condición de personajes vivos bajo el impulso
de sus sucesores contemporáneos, como, por ejemplo los
danzaqkuna, danzantes de tijeras, de la provincia de
Lucanas.

Su irrupción en el universo
narrativo transforma a éste en una suerte de plaza de
pueblo andino en un día de fiesta, donde se funde lo
elevado con lo bajo, lo sublime con lo grotesco y lo solemne con
lo cómico (aún no se ha reparado como es debido
—como ha llamado la atención Lienhard— en la
irrupción del elemento paródico, carnavalesco,
grotesco y a veces exuberantemente cómico de la cultura
popular andina en la obra póstuma de Arguedas a partir de
la función
de los zorros que establecen una serie de equivalencias
simbólicas implícitas con los danzaqkuna),
gracias a la yuxtaposición compenetración de las
formas expresivas más variadas. Los zorros, en esta obra,
propician la irrupción de la cultura oral viva en la
cultura escrita. La irrupción del quechua en el castellano de
El zorro de arriba y el zorro de abajo muestra una
realidad más amplia en la cual la violencia
estética de la novela traduce la violencia
social. Convertir esa violencia —producto de la
descomposición— en un factor constructivo supone un
programa no
sólo estético sino político.

No obstante lo que surge en El zorro de arriba y el zorro
de abajo
con los colores de una
fiesta andina es un referente costeño, a primera vista
incluso, documental y cotidiano. Se produce así una
notable distorsión entre los medios expresivos adoptados y
el objeto al cual éstos se aplican. En Los
Zorros
, el narrador evoca un mundo a partir de las formas
expresivas de otro. Se trata de una perspectiva indígena
interna a la novela que surge por causa del conflicto
entre un referente de “abajo” y una instancia
narrativa de “arriba”. Esta última se
manifiesta concretamente en la perspectiva general de los
“diarios”, en la introducción patente de los zorros y la
más subterránea de los danzaq, en el uso
de los mecanismos simbólicos de la cultura popular andina
entre otras cosas.

Si algo caracteriza fuertemente a El zorro de arriba y el
zorro de abajo
es la insistente referencia al sentido de la
acción de los personajes. Esta característica se
explica por el abandono de una perspectiva épica
clásica, en la cual los héroes importan
fundamentalmente como alegorías, encarnando significados
que van más allá de sí mismos (nótese
que el auge de la épica se da en sociedades
donde actúa con fuerza la
tradición oral y no existe una vida urbana
significativa).

En la épica clásica el héroe representa a
la colectividad y carece de otros rasgos que no sean los que lo
constituyen como arquetipo portador de ese mundo total. Son seres
semi-divinos, con el hybris (defecto o exceso) que es
sancionado por las divinidades, y que con una fuerte
individualidad buscan realizar el areté (la
virtud) que se logra mostrando a cada momento que se es el mejor,
para ello deben cumplir con la aresteia (hazaña).
En la novela, en cambio, tiene características y vivencias
personales que son proyección individual —toda la
gama entre la adhesión y el disenso— del
ámbito social. Mijaíl Bajtin señala que el
héroe de la epopeya es visto por el narrador tal como lo
ven otros actantes, o sea que todos ven y dicen lo mismo de
él, sin desacuerdos.

El héroe novelesco, por el contrario, ofrece una
variedad de visiones, se incorpora la distinción de lo que
puede decirse de él. En otros términos, la
épica clásica tiende a la uniformidad y las novelas
a la heterogeneidad. Por ello, lo que encontramos El zorro de
arriba y el zorro de abajo
es una diversidad de personajes
que cuentan precisamente como personas, en su singularidad
radical.

No existe un personaje central; existen varios personajes,
como Cecilio Ramírez o
Esteban de la Cruz o don Diego, etc. y todos hablan
constantemente en el relato. Pero, además, hablan de igual
a igual con los dominadores: con los dueños de la
fábrica de harina de pescado, con los empresarios o con
los curas. Incluso los ponen en dificultades y hasta en retirada,
ante desafíos y preguntas que estos personajes no pueden
absolver. Ocurre en el diálogo entre Cecilio
Ramírez y el padre Michael Cardozo. Ya no hay silencio o
el hablar a escondidas.

Para Alberto Flores Galindo esto es posible porque antes de
hablar han caminado; son caminantes, personajes que vinieron de
otros sitios del Perú. Desembocaron en Chimbote, pero
previamente habían recorrido una serie de pueblos y
lugares del Perú. Lo que los define —hay dos o tres
frases claves referidas a esta idea de caminar— es lo que
puede significar caminar como medio de construir una
identidad. Los
personajes que pueblan Los Zorros son migrantes que
dejaron atrás su pueblo de origen. Pero en ellos no se ha
producido una ruptura total o radical; han conservado algunos
rasgos anteriores, uno de los cuales es la solidaridad. Son
migrantes que han sufrido una ruptura, pero que también
han conservado elementos de su propio mundo y que caminando
recorriendo pueblos, y llegando a Chimbote, han ido construyendo
una identidad. Esta identidad es por una parte individual
—tienen nombres propios, su propia manera de expresarse,
sus problemas particulares— pero también tiene una
dimensión colectiva. Son los habitantes de Chimbote.

Estos hombres sólo confían en ellos y ya no
creen en los curas, por ejemplo. Cecilio Ramírez, no tiene
mucha confianza en los curas que encarnan la teología de
la liberación, como el padre Cardozo. Estos personajes
cuestionan lo que los curas puedan decir, ni aún en los
curas más radicales; confían en sí mismos,
en que ellos pueden caminar y en que ellos saben pisar bien, en
que saben pisar fuerte la tierra sobre
la que se levantan. Del mismo modo tampoco son personajes que
están dominados por el mundo mítico
prehispánico, porque los dos zorros que están en el
origen del relato, y que primero aparecen como personajes
míticos, terminan siendo incorporados a este mundo de
seres humanos concretos a través de personajes como don
Diego. Pero ya no son personajes que están dominados por
el mito: son
personajes que controlan este mundo mítico.

Se trata de dejar de lado cualquier posibilidad de un discurso
mesiánico. Los personajes de El zorro de arriba y el
zorro de abajo
no confían en la llegada de un
mesías que los va a salvar. No son hombres que
confíen ya más en ideas milenaristas: no va a ver
una gran idea que esté por encima de su historia, una suerte de
río subterráneo que los vaya a liberar. Si ellos se
van a liberar es porque saben caminar. Este acto
fundacional produce un nuevo tipo de ciudad: la barriada. Y la
barriada por excelencia es Chimbote, que es casi sólo una
barriada: el casco urbano es pequeñísimo, es una
ciudad que ha surgido en el arenal, de la nada y en muy poco
tiempo. Es la ciudad de la migración
por excelencia, donde uno puede encontrar también este
nuevo universo que es
el de la barriada.

Una paradójica consecuencia de esto es que la identidad
de los personajes no está marcada por un minucioso
detallamiento de sus orígenes biográficos. Los
personajes de Los Zorros son de una genealogía
incierta. Esta ausencia deja espacio para que los hombres y
mujeres que desfilan por la novela puedan reconocerse como
personas y encontrar la identidad en el proceso de la comunicación. Lejos de ser una
limitación, la estrategia discursiva que sigue el autor
hace que los momentos de encuentro y diálogo cobren una
especial intensidad, pues tienen un valor
estético fundacional de una comunidad
lingüística, ética y
política.

Aquí sería conveniente precisar que la
discusión acerca de la Modernidad es una discusión
muy referida al universo urbano. En Charles Baudalaire, por
ejemplo, la relación entre Modernidad y ciudad es muy
evidente. La ciudad de Baudelaire era
la urbe nocturna en la que el alumbrado de gas y sus
reflejos —ambiguos como la conciencia humana—
iluminaban en calles, como heridas, el desfile de la prostitución, el crimen y la
desesperación solitaria. Charles Baudelaire al introducir
el concepto de
“modernité” concebía la Modernidad como
una “cualidad” de la vida moderna tanto como un nuevo
objeto de esfuerzo artístico. En esta
caracterización que se encuentra en su ensayo en
honor del artista Constantin Guys titulado “El pintor
de la vida moderna
” escrito entre 1859 y 60, publicado
por primera vez en 1863, Baudelaire señala que para el
artista esta cualidad está asociada a la habilidad del
creador moderno de encontrar una belleza misteriosa y desconocida
al interior de la individualizada, mercantilizada e
industrializada civilización occidental.

Nuestra Modernidad no es la Baudelaire, pero sin ella la
nuestra no existiría. El héroe romántico era
el aventurero, el pirata, el poeta investido como guerrero de la
libertad o el
solitario que se pasea a la orilla de un lago desierto perdido en
una meditación sublime. El héroe de Baudelaire era
el ángel caído en la ciudad; vestía de negro
y en su traje elegante y raído había manchas de
vino, aceite y lodo.
El personaje de Guillaume Apollinaire es un vagabundo urbano,
casi un clochard, ridículo y patético,
extraviado entre la muchedumbre. Es la figura que más
tarde encarnaría Charles Chaplin. Un pobre diablo, un
clown, un ser dotado de poderes misteriosos. Un
solitario en la muchedumbre o mejor dicho, una muchedumbre de
solitarios. El H.C.E. (Here Comes Everybody),
ese Bloom nocturno de James Joyce.

El inicio del gran solipsismo. En el siglo XX el interlocutor
mítico y sus voces que
desaparecen en Occidente reaparecen en El zorro de arriba y
el zorro de abajo
a través de los
“zorros” antropomorfizados y su relación
implícita con los danzaqkunas. La
filiación romántica de los personajes es clara;
también lo es su novedad. Su ciudad es la de la multitud,
la ciudad de los de las barriadas, que cada noche muta en un
jardín eléctrico. No obstante, la ciudad moderna no
es menos terrible que la de Baudelaire. Continuidad y
ruptura.

4. 1. Composición

Por lo pronto, El zorro de arriba y el zorro de
abajo,
se compondrá de cuatro diarios, el
último de los cuales es titulado como
“¿Último diario?”. Esta es una pregunta
por el mismo libro y por la propia vida, como si el narrador no
quisiera del todo dejarlos en manos del autor. La pregunta
revela, además, el temblor del autor ante su obra, a punto
de abandonarse, abandonándolo.

Luego, los documentos de
la muerte,
demuestran el cuidado con el que el autor saldrá de su
propio relato para reconstruirlo desde la parte narrativa de su
muerte. Porque
el suicidio no
será solamente el fin de su vida sino el recomienzo de su
novela, esa textualidad póstuma de su muerte, que el autor
anota como una biografía sumaria,
desgarrada del relato mayor de su fe en su trabajo, en su
obra, en su cultura. Ya la primera página de la novela, en
el primero de los “Diarios” intercalados en el
relato, anunciaba el propósito de matarse. Pero
también que la escritura de la novela le permitía
diferir esa decisión, quizá incluso recuperar la
voluntad de vida, y, en todo caso, avanzar en el proyecto de un
relato que había concebido en todas sus partes, estructura y
fábula, pero que el malestar recurrente, y la aparente
imposibilidad de obtener un tiempo libre suficiente, le
impedían culminar.

Al final, como al principio, sabemos que su vida se cierra,
pero el texto inacabado supone la incompletud de la muerte, que
requiere de la vida para tener sentido. Esa vida animada y
ardiente del relato recobra al suicida, y lo alberga en la
promesa mayor de la fábula: darle de hablar a la muerte.
El relato amplía los poderes de esta vida disputada a las
fuerzas contrarias. Y, más allá de las evidencias del
malestar, la fuerza dialógica del proyecto del Libro como
mito regenerador, comunica al registro del
desamparo la lucidez y la emoción de una certidumbre
trascendente, cedida al futuro. Simultáneamente, todos los
niveles de El zorro de arriba y el zorro de abajo se
nutren con la politización de la escritura.

Lienhard ha esclarecido uno de los más interesantes
procesos
técnicos y formales en la composición de El
zorro de arriba y el zorro de abajo
: la coincidencia entre
la acción utópica de la magia (en los
“Diarios”) y la acción subversiva de la
carnavalización (en el “Relato”). La
politización de la forma novelesca se entreteje con la de
la cultura andina, como se aprecia también en la
transformación del humo de la fundición en una
waka, una de las muchas inversiones en
esta manifestación de la etapa ulterior del Indigenismo:
el animismo deviene “animismo industrial”,
contestando al maligno y deshumanizador racionalismo
capitalista, como también lo contesta la
“locura” de Moncada.

Con respecto al loco Moncada es necesario destacar que este
personaje no es sólo un actor (lo es en el sentido
narratológico: ‘personaje’) sino que
transforma en espectáculo cada una de sus presentaciones.
Su actuación es textualmente teatral. Su
“locura” tiene dos escenarios la del Mercado y la del
trayecto de la procesión de cruces, asume la huella de del
oficio que él ejerce, es decir, el de profeta, de
predicador. En el primer escenario del universo moncadiano, a lo
largo de una sucesión de “rituales”
callejeros, Moncada escenifica en su extraño retablo
(modelo
reducido de una sociedad que transforma a sus miembros en
muñecos, en títeres: el muñeco de trapo
crucificado representa alegóricamente al mismo Moncada
—autor/director-Moncada-muñeco de trapo— y a
través de él alegóricamente al pueblo
chimbotano) varias etapas de la pasión cristiana en la que
asume toda la “pestilencia” del imperialismo
(comparable a todos los pecados de la humanidad) con memorables
parodias y alegorías de la Santa Cena, la muerte y
resurrección del redentor.

El segundo escenario nos pone frente a un portavoz de la
muchedumbre silenciosa que, en tanto protagonista colectivo,
arranca las cruces, sale del cementerio, sube al médano,
entra en la pampa hondonada otorgando a este evento un aspecto
marcadamente épico. Esta “locura” que
sería una especie de trance (análogo al que ilumina
a los shamanes en éxtasis, lo que parece
confirmar los días de ayuno que precedían a sus
prédicas o con la capacidad de cambiar de vestidos y
especialmente de sexo, tal cual
los berdache de las tribus norteamericanas o los
parianas de mundo andino) es una reelaboración
del trance trágico en que se encuentra Arguedas y no en el
sentido de pesimismo, de desesperanza, sino en el clásico
de proyección catártica, como vuelta o re-vuelta
—etimológicamente revolución
alude a “giro o vuelta que se da sobre un eje”—
al universo mítico, recuperando raíces antiguas,
anteriores al nacimiento del género
novelesco que la acercan al mundo de la épica y de la
tragedia. Precisemos que la Vanguardia, en
especial el Surrealismo, a
los vínculos entre arte nuevo y revolución
suscitó fervor por el mito y la magia, por el denominado
“arte primitivo” con lo cual se puede encontrar una
filiación indirecta con búsquedas de
expresión indigenista.

No debemos soslayar que la magia y la maravilla anheladas al
interior de los ismos vanguardistas invitaban
inevitablemente a la comunión con las raíces
andinas —y americanas—. No se trata de una
restauración o una vuelta al pasado, sino de una ruptura,
de una revolución. Esta aproximación al mundo de la
épica y de la tragedia se refuerza con la condición
teatral de la narrativa arguediana (estrechamente vinculada a la
danza ritual
de los danzaqkuna, danzantes de tijeras) que tiene su
expresión más cabal en los pasajes dedicados al
loco Moncada.

4.2. Escritura

En cuanto a la escritura El zorro de arriba y el zorro de
abajo
acoge el formato del diálogo y del predominio
de la oralidad. Pero este es un diálogo no siempre
razonado, no necesariamente obligado a los turnos del hablante y
el oyente; sino un diálogo de distinto protocolo. Hecho
a partir de sobrentendidos, está fragmentado entre retazos
de un discurso oblicuo y sin centro. De manera que las palabras
no buscan sólo representar el mundo que refieren, los
hablantes no intentan sólo intercambiar información, y la oralidad no pretende
sólo reproducir el instante enunciado.

Hasta cuando los personajes se interrogan, las respuestas son
laterales o parciales, como en los diálogos de Chaucato
(capítulo I) o en los del visitante nocturno don Diego, el
“zorro” antropomorfizado (esta identificación
se desprende más que de su vestidura cuyo colorido
daría pauta de su oficio de danzaq, de su aspecto
físico: piernas cortas, bigotes puntiagudos y separados,
boca larga, etc.) convertido en evaluador de la industria, y
don Ángel Rincón (diálogo carnavalizado
—a través de lo grotesco— que continúa
en la conversación entre Esteban de la Cruz y el loco
Moncada), el astuto gerente
pesquero de Braschi (capítulo III). En buena cuenta, no
sabremos necesariamente más del fenómeno pesquero o
de la situación social o política de Chimbote a
través de estos diálogos; conoceremos, en cambio,
distintas e intrincadas interpretaciones de ese fenómeno y
esa situación; versiones que refractan el mundo en el
habla, como su inversión subjetiva, ambigua y
sospechosa.

Los capítulos III y IV, justamente, son los más
dialogados, y donde el carácter conflictivo de la
información será procesado entre hablantes hechos
más que por la información misma por la escena
comunicativa donde actúan sus propias vidas, como si
ejercieran papeles no en la objetividad económica y social
de una ciudad sino en el proceso comunicativo de un mundo sin
reglas de habla, sin protocolos de
comunicación, sin identidades fieles o veraces en el
lenguaje mismo. Este es un proceso comunicativo que ocurre
poniendo a prueba sus funciones,
desprovisto de la seguridad de sus
poderes inmediatos, y que está profundamente subvertido
por esta nueva humanidad del habla. Por ello, suele darse en un
habla desgarrada, quebrada por dentro, exacerbada; una suerte de
materia
emotiva que disuelve sus referentes para expresarlos casi
material y descarnadamente. Sólo en la “Segunda
parte” de la obra las funciones comunicativas parecen
haberse definido, identificando a los hablantes como
híbridos del lenguaje migratorio que se está
levantando como otra ciudad (¿humanizada?) dentro de
Chimbote. Si se revisan atentamente las páginas de El
zorro de arriba y el zorro de abajo
nos topamos con un nuevo
tipo de ciudad, donde la gran mayoría de sus habitantes
vive en barriadas. Son frecuentes las descripciones de la vida en
las calles, del abigarramiento en ellas. La vida en las calles,
el abigarramiento, la miseria, por un lado; pero sobretodo el
hecho de cómo la miseria, la pobreza y la
inmundicia de una ciudad como Chimbote no logran destruir a los
personajes que lo pueblan.,

Con respecto a esta escritura queremos destacar la presencia
de lo que Lienhard denomina “los paisajes musicales”
que son la reproducción, mediante códigos
verbales, de una estructura significante (quizá
imaginaria) elaborada a partir de códigos
pictóricos y que refuerzan el formato del diálogo y
el predominio de la oralidad, establecen una suerte de
contrapunto de la narración y el diálogo. Este
aspecto, al que se le atribuye una tendencia “oral”
más o menos marcada, se refuerza con la necesidad de
musicalizar el relato y su capacidad de realizarlo a partir de
recursos expresivos con recursos visuales cinéticos (que
Lienhard explicita a través de los paisajes musicales que
introducía el cine mudo del
soviético Serge M. Eisenstein en medio del montaje de la
acción, para evocar el estado del
alma del
protagonista, en general, colectivo y para suscitar una
reacción análoga u opuesta en el espectador)
acercan El zorro de arriba y el zorro de abajo a la
narración “oral”, la canción, la danza,
la literatura épica (no está muy lejos de las
exploraciones y angustias de un James Joyce) con resultados de
una autenticidad ante todo literaria y no por medio de
descripciones de simples objetos, sino de objetos literarios a
través de secuencias que se componen, en realidad, de una
serie de planos sucesivos que nos muestran a Arguedas como un
escritor con plena conciencia en lo tocante al uso riguroso y
lúcido de las técnicas literarias y los recursos
expresivos de la “nueva narrativa” a emplear,
percibidos éstos como idóneos para retratar
plenamente los “hervores” de la vida urbana.

En esta estructura se desarrolla una sintaxis narrativa de
espacios emblemáticos, la narración pasa del burdel
al mercado y, en seguida, en los pasos de Moncada, al cementerio.
La escena dantesca de los pobres de una barriada trasladando las
cruces de las tumbas de sus muertos, dramatiza la
reorganización del espacio de la ciudad desde la
perspectiva de la muerte. Esta escena fantasmática es
conjurada por el rezo de tres mujeres: “Dios, agua, milagro,
santa estrella matutina…”. La oración suma motivos
del relato (ima sapra, la hierba que resiste en el
abismo, el río Santa que retorna caudaloso), pero
también funde algunos de sus lenguajes: el animismo
quechua, la oración católica, el español
reciente. Marcas
lingüísticas de la migración, del exilio del
habla sin lugar propio, y del desplazamiento del sujeto que
disputa las interpretaciones para articular su propia
objetividad. Quien intenta representar las nuevas mediaciones es
otro ejecutor del habla de la adaptación: el porquerizo
Gregorio Bazalar, dirigente barrial cuyo español imbuido
de quechua aparece como un discurso
político emergente, situado en la necesidad de
controlar el espacio adverso.

4.3. Estilo

En cuanto al estilo en El zorro de arriba y el zorro de
abajo
Lienhard apunta que al narrador omnisciente sucede la
multiplicación de perspectivas e instancias discursivas y
la visión fragmentada, fugaz; a la trama lineal o
progresiva, un montaje (cine) más sugestivo de las
secuencias que imita el flujo espontáneo de la conciencia;
a la “historia” o al argumento, unos cortes
instantáneos de apariencia arbitraria. En toda su
configuración verbal, el texto deja de ser un territorio
cerrado donde reina un lenguaje propiamente
“novelesco”, para abrirse ampliamente a todos los
discursos que
surgen dentro de la sociedad: orales y escritos, populares y
cultos, antiguos y modernos, artísticos,
periodísticos, técnicos y publicitarios, colectivos
e individuales.

La complejidad con que El zorro de arriba y el zorro de
abajo
ordena el espacio, entrecruzando lo verbal y lo
no-verbal, multiplicando no sólo los sociolectos y los
idiolectos, sino también los discursos, las
retóricas y las poéticas, hace difícil que
el obrar revolucionario de esta obra sea capaz de resumirse
dentro de una sola imagen. Al contrario, se trata de un proceso
de collage o montaje, saltando —como
danzaqkuna— entre diferentes niveles, semejante al
del cubismo o las
películas de Eisenstein o la música serial,
muestras acertadas que establecen definitivamente la modernidad
de la obra de Arguedas. Empero la comparación que
establece Lienhard con las telas de Paracas es oportuna y
apropiada: “Si las mantas de Paracas alcanzan una traducción pictórica (espacio y
color) de su
movimiento,
El zorro constituye un equivalente verbal de la
danza”. Fundada en la música y la danza, la obra de
Arguedas no esquiva la complejidad verbal e histórica; al
contrario arriesga un encuentro total y abierto.

Convertido en la última materia primigenia de El
zorro de arriba y el zorro de abajo
, el lenguaje es capaz de
rehacer los términos dados del mundo en el proyecto de su
revelamiento, de su desentrañamiento. Por eso, dice
Arguedas que “Vallejo es el principio y el fin”. Al
escribir esta frase dentro de uno de los núcleos mayores
de Los Zorros y de todo su mensaje creador, Arguedas no
sólo está aprovechando la fórmula
teológica de raíces bíblicas (sobre todo,
Apocalipsis, 1,8) de Dios como el Alfa y el Omega, el principio y
el fin; sino que, como ha notado González Vigil,
está rescribiendo un verso central del poema
“Telúrica y magnética”, en el que
Vallejo, desde Europa, proclama sus raíces andinas, la
fuerza telúrica del Ande como el polo magnético de
su corazón
(es el verso 60 de dicho poema “¡Indio después
del hombre y antes de él!”). El indio, el hombre
andino, como el hombre que fue y como el hombre que será:
el que se reintegra. Modelo eterno —Alfa y Omega— en
tanto modelo de vida comunitaria, simbólicamente previa a
la caída en el individualismo egoísta y
simbólicamente posterior a la calandria de fuego entonada
por la fraternidad de los miserables, el dios liberador que
suprime el individualismo egoísta y restaura el
hombre-masa de Vallejo, el hombre que volverá a vivir como
el indio antes de la caída.

El indio, pues como paradigma de la existencia comunitaria en
comunión productiva con la naturaleza;
una naturaleza sacralizada. Como César Vallejo, el poeta
de lenguaje más radical, Arguedas se propone hacer de su
texto un objeto dirimente y apelativo, capaz no sólo de
dar cuenta de la crisis de un mundo (la Guerra Civil
española en el caso de Vallejo, el apocalipsis
modernizador en el caso de Arguedas) sino de revertir los
términos de la crisis en la alegoría realizadora
del diálogo.

En Vallejo, se trata del utopismo redentor
(“¡Sólo la muerte morirá!”,
expresa en el “Himno a los voluntarios de la
República” y, en efecto, la muerte muere en el
poema); en Arguedas, del utopismo cultural (la suma de lo vivo en
el mito de la heterogénea plenitud comunitaria). Asistimos
a dos cálices, a dos pasiones que quieren brindar la
redención revolucionaria. Estamos, pues, ante la
acción de la Masa que logrará que el Fin de nuestra
trayectoria histórica implique el triunfo del modelo de
vida del Principio. El ayllu andino y la “fraternidad de
los miserables” como Alfa y Omega.

En efecto, los zorros cumplen con alegría su tarea
secular de comunicar a los pueblos de arriba y de abajo, a la
sierra y la costa, confiados en su poder y
seguros de
coincidir con el orden primordial del mundo: el tiempo, por eso,
no tiene más que un sentido aleatorio y la realidad es
apenas un dato contingente. Saben que su tiempo es otro y su
realidad distinta y que en su ir y venir están tejiendo la
urdimbre de un texto-mundo que también es otro y distinto.
Podría decirse que el mismo Arguedas asume la
condición de un zorro moderno, que realiza en sí
mismo la misión
intercomunicadora, a la espera que la radical unidad del
texto-mundo nuevo convierta el vínculo (vínculo
capaz de universalizarse, decía Arguedas) en la materia
misma de un cosmos humanizado. Sus palabras misteriosas, sus
danzas simbólicas, sus transfiguraciones aparentemente
gratuitas son símbolos de su fuerza y presagios de lo que
vendrá. Pero el mensaje de los zorros, con su
remisión al discurso mítico originario y con su
compromiso con el futuro utópico, tiene que contradecirse,
con la observación del presente real.

Esto hace necesario abordar El zorro de arriba y el zorro
de abajo
a través de una aproximación
fragmentaria, como los discursos del loco Moncada, para luego
replantear el lugar de la tradición como significado para
el presente.

La fusión
del pasado y del futuro, enfrentada a un presente doloroso, es
una concepción de patrimonio
colectivo presente en varios mitos contemporáneos, el mito
de Inkarri estudiado por el propio Arguedas es un
ejemplo de ello. Un reflejo —indirecto— de tal
tradición la constituye la escena de la procesión
de las cruces. Sólo una vez culminada esa
transformación dolorosa (que supone la empresa de
humanizar el sufrimiento) será posible reconocer la
diversidad del mundo social de Chimbote como si fuera parte de
una armoniosa melodía andina, según la figura
escogida por Arguedas.

El propio carácter fragmentario, la
intercalación de textos novelescos y diarios, discursos y
cartas de
despedida que componen el libro, dan precisamente esa
sensación de incoherencia y desorden inicial que produce
la experiencia subjetiva de la modernización capitalista.
Esta experiencia hace que se reconozcan nuevos sentimientos y,
correspondientemente, nuevos lenguajes y nuevas prácticas.
La polaridad primordial de ese nuevo mundo en surgimiento
está representada en los tres escenarios o espacios
emblemáticos antes mencionados (el prostíbulo, el
mercado y el cementerio).

Arguedas está desgarrado por conflictos que
aunque se generan y desarrollen en su biografía personal,
son resultado típico de condiciones socio-culturales muy
frecuentes en el Perú. Lo individual, el mundo interior,
resulta expresión y campo donde investigar lo colectivo.
Cuando Arguedas comienza a escribir El zorro de arriba y el
zorro de abajo
ha madurado ya la decisión de quitarse
la vida. Concibe su empresa como una
suerte de batalla que sabe de antemano perdida, pero no del todo.
Espera producir un legado que acaso otros puedan continuar.

5. Encuentros de
zorros

Como ya hemos apuntado, los estudios críticos han
señalado la convergencia en la obra arguediana de la
reflexión autobiográfica, la ficción
literaria y el ensayo antropológico. El Arguedas
antropólogo se va encontrando con el Arguedas novelista y
con el Arguedas que se alimenta de sus vivencias de su
autobiografía. Se va encontrando también con los
otros, y aparece su correspondencia. Lo interesante es que en la
versión final de El zorro de arriba y el zorro de
abajo
las cartas son incorporadas al libro, y el libro
estará estructurado alrededor de los “diarios”
que este hombre escribe al borde de la muerte.

Registros que
se potencian entre sí, pero nunca de modo tan logrado como
en Los Zorros. Pero alrededor de los diarios surge
también la descripción del hervidero humano de
Chimbote. La alternancia entre los diarios y los relatos, el ir y
venir entre la revelación personal y la elaboración
literaria, expresa la imposibilidad de avanzar en un plano si no
se produce un ajuste de cuentas con el
otro. Es algo distinto. ¿Novela? No, no en el sentido que
los grandes novelistas del siglo XIX establecieron como paradigma
de novela, que aún hoy sigue correspondiendo a la idea que
el lector promedio tiene de la novela o de lo novelesco: relatos
de historias entretenidas, llenos de sucesos, intrigas, amor, pasiones
y las aventuras del héroe o la heroína enmarcadas
en un espacio y en un tiempo concretos mostrando el
carácter, las interioridades y las complejidades del
individuo.

No se encuentra un nombre para denominarlo. Mezcla de
ficción con autobiografía y con ensayo. Constituye
el intento de renovación más profundo, aunque no el
más espectacular. En todo caso, lo ha señalado
Alberto Flores Galindo, esto es lo sustantivo de El zorro de
arriba y el zorro de abajo
: sustenta y argumenta una
teoría
de la novela. Un nuevo discurso. Se trata de nada menos que la
posibilidad de una nueva poética/un nuevo orden
social.

Escribir no solamente será construir una
representación válida de Chimbote y su
heterogeneidad peruana; sino, lo que es más arriesgado,
reconstruir un espacio narrativo donde la ficción, que en
el caso de Arguedas es la forma resolutiva de lo real, transfiera
el malestar del autor a la convicción del narrador;
operando, de ese modo, una articulación tan
simbólica como vital entre la voluntad de muerte del autor
y la necesidad de vida del narrador. Vida y muerte se traman, en
varios planos, como la vertebración misma del texto. Como
señala Gustavo Gutiérrez esperanza y muerte, ambas
fueron vividas —si se puede hablar de vivir la muerte lo
que nos remite al “muero porque no muero” y el tener
que morir para vivir a plenitud, de la experiencia
mística: negar la vida y la creación
artística, sus pautas y sus límites,
para poseerlas a cabalidad— por Arguedas.

Ambas hacen a la vez precario y definitivo el segundo
encuentro de los dos zorros (el primero se llevó a cabo
dos mil quinientos años en el cerro Latausaco de
Huarochirí, como lo da a entender el texto, el segundo se
producirá en El zorro de arriba y el zorro de
abajo
entre el fin del “Primer diario” de la
novela —donde se evoca la iniciación sexual andina
del narrador— y el inicio “verdadero” del
“Relato”, la salida al mar del pescador Chaucato, con
una segunda parte del diálogo situada casi al final del
primer capítulo del “Relato” que narra otro
traslado de arriba a abajo, el de Tutaykire (Gran jefe, herida de
la noche), el guerrero de arriba, hijo de Pariacaca, héroe
de Dioses y hombres de Huarochirí: Cornejo Polar
ha relacionado este episodio al de Asto, uno de los tantos
serranos que han bajado a la costa y que “revive” con
una prostituta blanca de Chimbote, la historia mítica en
el “Relato”, hace dos mil quinientos años
Tutaykire fue detenido en Urin Allauca, valle yunga del mundo de
abajo; fue detenido por una virgen ramera que lo detuvo para
hacerlo dormir y dispersarlo) en medio de una realidad que se
exaspera y en la cual el autor y el narrador siente que se le
escapa de las manos (“Estos ‘Zorros’ se han
puesto fuera de mi alcance, corren mucho o están muy
lejos. Quizá apunté un blanco demasiado largo o, de
repente, alcanzo a los ‘Zorros’ y ya no los suelto
más” asevera en el “Tercer diario”).

La situación es al mismo tiempo, “peor y
mejor” que antes (“Pero ahora es peor y mejor. Hay
mundos de más arriba y de más abajo” afirma
el zorro de arriba cerca al final del primer capítulo del
“Relato”). En El zorro de arriba y el zorro de
abajo
hablan las voces de este país inacabado que
sigue bordeando la frustración histórica, pero
también se cede la palabra a las voces del pueblo que no
cesan de correr buscando alcanzar a los zorros y manteniendo la
esperanza, creen que tal vez (“de repente”) lo
logran. Así, la representación de Chimbote se torna
interior, inquietada por la vehemencia expresiva que anima al
autor y por la perturbación que lo agobia. Pero se hace
también alegórica, porque la capacidad
poética del narrador recobra e incluye al autor en el
proceso del relato. Se trata, claro, de una dolorosa
alegoría, donde vida y muerte se ceden la suerte del
autor. Pero esto, al final, una alegoría de la nacionalidad
reformulada al centro de la modernización, donde vida y
muerte ya no se oponen, se ceden la palabra, y traman un mundo
incógnito, antiguo y futuro, apocalíptico y
renaciente.

La promesa mítica (religar los contrarios y fundir al
sujeto en el objeto, al lenguaje en el mundo) se cumple
dramáticamente en el proyecto final de Arguedas: si el
malestar humano del puerto es simétrico a su propio
malestar psíquico, esta fuerza del sufrimiento supone
así mismo el conocimiento capaz de encontrar un sentido
creativo aún en la violencia y la autodestrucción.
Un mito del origen andino (la vida viene de la muerte) se
transforma en un relato del futuro peruano (la utopía de
la
comunicación plena). El encuentro de zorros es un
diálogo no cerrado, abierto. El mito termina
encontrándose con la historia, pero para disolverse en la
historia.

6. Una obra
abierta

Antonio Cornejo Polar llamó a El zorro de arriba y
el zorro de abajo
una novela “abierta” porque
está incompleta. Nosotros consideramos
“abierta” de otro modo, en el sentido otorgado a esta
expresión por Umberto Eco, sólo está
incompleta, si se quiere, en el proyecto del autor, que en su
“¿Último diario?”nos dirá con
cierto detalle cuáles iban a ser los desenlaces.
Tratándose de Arguedas y del carácter indeterminado
de personajes y conflictos, esas líneas argumentales no
tienen que haber sido las definitivas; pero nos permiten, por lo
menos, entender que en su plan de trabajo
esperaba a varios personajes un final truculento y a los zorros
tutelares una mayor deliberación. En cualquier caso, el
texto está “completo” en tanto libro escrito y
editado por el autor.

El fascinante proceso textual que incluye la
interpolación, la autoreflexividad, y el testamento
epilogal potencian la ficción en el documento, la novela
en testimonio, y el relato en gesto autobiográfico. El
zorro de arriba y el zorro de abajo
debe empezar, por ello
mismo, con la historia del suicidio inminente del autor. Desde
esta perspectiva, la novela proyecta su sombra mustia, y se
convierte en una ceremonia ritual. Los pre-textos y post-textos
se desdoblan novelescamente pero también resitúan a
la ficción en un nuevo estatuto de certidumbre narrativa,
donde la novela se transforma en objeto cultural ajeno al
Archivo de la
normatividad y del canon.

El problema de su definición, por lo tanto, es
más que genérico; tiene que ver, más bien,
con la radical diferencia de su escritura y planteamiento
narrativo. Allí es donde radica la verdadera y enorme
dificultad para el autor y la no menos inquieta tarea del
lector.

No se trata de una obra acabada en el sentido convencional del
término. Arguedas deja indicados algunos episodios pero no
pretende enrumbar los destinos de sus personajes o el conjunto de
la situación que retrata. Los relatos quedan abiertos sin
desenlace. Además, la narración se interrumpe
periódicamente. Entre los capítulos el autor
intercala diarios personales donde nos hace partícipes de
sus tribulaciones, de sus circunstancias vitales, de sus
reflexiones sobre el Perú y el quehacer artístico.
Como nexos de ambas vertientes de la narración (diarios y
relatos), tenemos los diálogos de los dos zorros
míticos que antes de manifestarse como instancia narrativa
oficial de la última obra de Arguedas, aparecen,
igualmente como interlocutores de un primer y único
diálogo en el famoso texto quechua oral transcrito en el
siglo XVI. Por último, más que un relato integrado,
con protagonistas y acontecimientos centrales, se trata de un
conjunto de historias “débilmente” hilvanadas
y donde el mito, la magia y la religión tienen una
presencia fundamental. En conjunto representan un
amplísimo fresco de una realidad vasta y compleja. Esto
lleva a Arguedas a percibir la realidad social no como la
síntesis de diferencias, sino como el
encuentro de complementariedades. Estamos pues ante una obra
excepcional y complicada.

7. CODA

Alberto Flores Galindo ha precisado que en los diferentes
acercamientos a la obra arguediana, una limitación
advertida por Ruggiero Romano ha sido escindir la ficción
del resto. A veces se ignora que Arguedas fue también
antropólogo, un hombre que dedicó muchos
artículos y ensayos al
folklore y el
arte popular, un apasionado de la etnología, al que
debemos la revaloración de los retablos ayacuchanos, el
descubrimiento del ciclo mítico de Incarri y
sólidos estudios sobre comunidades campesinas. Se fue
estableciendo una suerte de contrapunto entre sus investigaciones
amparadas en el instrumental de las ciencias
sociales y su obra de ficción.

A veces se superponen como en El zorro de arriba y el
zorro de abajo
donde es imposible separar al Arguedas
etnólogo del Arguedas novelista, y a ambos del personaje
real.

Lienhard ha notado que en el proceso de composición de
Los Zorros, la resolución provisoria de una
angustia permite a Arguedas empezar a escribir los relatos. Pero
la empresa se interrumpe después de uno o dos
capítulos. La inventiva se agota y la depresión
se apodera de su ánimo. La única manera de romper
el bloqueo es mediante la reflexión sobre la propia vida.
El esclarecimiento personal permite el desarrollo de su creatividad.
Sin embargo cumplida una tarea esta se enmaraña
nuevamente. Extravía su camino. Está paralizada.
Así en esta dinámica entre autobiografía,
creación y reflexión, tenemos cuatro diarios y
cinco capítulos, repartidos estos en dos partes.

En los diarios se enfrenta la depresión y se domina la
angustia, transitoriamente. Una vez iniciada la creación
al ánimo es fuerte y la progresión segura. Pero el
final suele ser agónico y arduo. Arguedas termina
extenuado y es imposible una continuación inmediata.
Ocurre que el esclarecimiento personal y el conocimiento del
país están motivados por incertidumbres y
ansiedades que se convierten en impedimentos para su creatividad.
Desde la muerte, la vida (la del autor y la de sus personajes) se
torna, no obstante, más intensa, urgida y definitiva. El
relato, así, adquiere la vehemencia de la
confesión, la prisa de las síntesis, el arrebato de
los gestos de ruptura, la poesía
y la irrisión del lenguaje descarnado. El zorro de
arriba y el zorro de abajo
, ahora, se ha convertido en un
documento desolado y magnífico: su nacimiento coincide con
la promesa del suicidio del autor. La primera página
anuncia la última: el Autor (ahora el Narrador)
hará de su muerte un acto literal (una
escenificación para la cual no hay protocolos) pero
también un acto narrativo, donde el lenguaje deja de ser
ficticio y es más que documental. Convertido en la
última materia primigenia, el lenguaje es capaz de rehacer
los términos dados del mundo en el proyecto de su
revelamiento, de su desentrañamiento. Arguedas
llamó a sus capítulos “hervores”,
porque son la gestación de un proceso ferviente, en una
especie de ebullición quemante. Los temas y los niveles
representados en este encuentro de zorros resultan dolorosos para
el autor por lo incompleto y lo complicado de lo mismo
(“¿a qué habré metido estos zorros tan
difíciles en la novela?”, se interroga casi al
finalizar el “Segundo diario”). Arguedas parece
angustiarse por momentos con algo que no podía ser de otro
modo.

Empero, hay momentos que percibe mejor las cosas (“La
novela ha quedado, pues, lo repito, no creo que absolutamente
trunca, sino contenida, un cuerpo medio ciego y deforme pero que
acaso sea capaz de andar” le escribe, el 29 de agosto de
1969 a Gonzalo Losada). Por un lado, tenemos “el
Perú hirviente de estos días”
(expresión de una carta que fechada en Lima, 1 febrero de
1967 dirige a John Murra), este Perú de todas las patrias,
este Perú de los dos zorros: el zorro de arriba y el zorro
de abajo, que está sangrando, que parece no saber a donde
ir, cómo resolverse; y por otro lado, tenemos al propio
Arguedas (interviniendo no sólo en los
“Diarios” de Los Zorros, sino en diversos
pasajes del “Relato”) que se hace uno con la
pasión (en el sentido cristiano) con su pueblo, angustiado
por detener la destrucción que contempla, buscando servir
de intermediario entre los dos zorros o de interprete entre las
fuerzas en conflicto: una agonía que, aunque de otra
manera en César Vallejo, también termina con su
muerte. Lo notable y conmovedor es como la agonía, en
El zorro de arriba y el zorro de abajo, trasciende la
desesperación, el dolor y la angustia; para testimoniar
esperanza en que la vida terminará venciendo. Vivir es ir
hablando, y el hablar nos sitúa más allá de
nuestro propio juicio, de nuestra individualidad: en un
ámbito de impersonalidad, en esa última
impersonalidad —nuestra y ya no nuestra a la vez— que
ninguna filosofía puede justificar, pero cuya
maravillada y maravillosa conciencia está en la palabra
artística —como lo es El zorro de arriba y el
zorro de abajo
— por ser la palabra más plena y
universal.

Sobre este y otros temas hay en El zorro de arriba y el
zorro de abajo
, una variedad de ideas e intuiciones
que nos parece vital sistematizar. Mestizaje, violencia y cultura
de paz. Problemas y cuestionamientos que remiten a conflictos
individuales, pero que tienen un origen social y adquieren hoy
una renovada actualidad que no podemos soslayar por la vigencia
de los desafíos que nos plantean y por los inacabados,
pero sugerentes que nos resultan sus ensayos de respuestas. Las
razones de esta renovada presencia son complejas y están
asociadas, fundamentalmente, al hecho que los conflictos que
enfrentó Arguedas distan de estar resueltos, son los
nuestros todavía.

Octubre de 2002

(Corregido y aumentado en setiembre de 2003)

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